INTRODUCCION
Para celebrar el reconocimiento de nuestra institución como UNIVERSIDAD MESOAMERICANA SAN AGUSTÍN de parte de las autoridades de la Secretaria de Educación del Gobierno del Estado de Yucatán y de la Dirección General de Profesiones SEP, y asimismo, como responsabilidad particular el de difundir la obra y vida de ese gran filósofo, santo y maestro, SAN AGUSTÍN, de quien hemos adoptado su nombre y sus enseñanzas, el Consejo Directivo de UMSA decidió expedir en Diciembre del 2001 una CONVOCATORIA para un Concurso de Ensayo sobre la Obra, principalmente educativa, de San Agustín de Hipona.
La convocatoria fue abierta a toda la comunidad UMSA, con una serie de requisitos que cumplir.
Los trabajos recepcionados que cumplieron en fondo y forma fueron revisados y calificados por un JURADO, integrado por los prestigiados escritores y pensadores: Dr. Eduardo Tello Solís, Lic. Oscar Sauri Bazán y el Prof. Roldán Peniche Barrera.
Los trabajos ganadores fueron:
Primer lugar: DE MAGISTRO, DE LIBERO ARBITRIO, LA CIUDAD DE DIOS, (Breve investigación y reflexión sobre la labor educativa de San Agustín) cuyo autor, quien había firmado con el seudónimo de Sócrates, fue el alumno del octavo semestre de la Licenciatura en Humanidades y Filosofía ALFONSO ELPIDIO SANCHEZ LOPEZ.
El autor recibió su premio y reconocimiento en la Ceremonia Inaugural de la VI Semana Universitaria, celebrada el viernes 19 de Abril de 2002 ante la presencia de las altas autoridades gubernamentales y educativas del Estado de Yucatán.
Por recomendación del jurado y con el afán de contribuir con los objetivos del Comité Editorial de nuestra Universidad, se imprimieron 2000 copias de este ensayo que ofrecemos a la comunidad universitaria yucateca y en general de todos aquellos interesados en la obra y pensamiento de San Agustín, este estamos seguros contribuirá a su crecimiento personal.
Dr. Orlando I. Piña Basulto.
Rector
Mayo del 2002
El autor de este ensayo Lic. Alfonso Elpidio Sánchez López, cede los derechos de este ensayo a la Universidad Mesoamericana San Agustín, A.C.
SAN AGUSTIN MAESTRO DE LA INTERIORIDAD DEL OCCIDENTE
“DE MAGISTRO” “DE LIBERO ARBITRIO” “LA CIUDAD DE DIOS”
(BREVE INVESTIGACION Y REFLEXIÓN SOBRE LA LABOR EDUCATIVA DE SAN AGUSTÍN)
Seudónimo: Socrates
“DE MAGISTRO”
No busques fuera de ti: entra dentro de ti mismo, porque en el hombre interior reside la verdad; y si hallares que tu naturaleza es mudable, trasciéndete a ti mismo, mas no olvides que, al remontarte sobre las cimas de tu ser, te elevas sobre tu alma, dotada de razón. Encamina, pues, tus pasos allí donde la luz de la razón se enciende. Pues ¿adónde arriba todo buen pensador sino a la verdad? La cual no se descubre a sí misma mediante el discurso, sino es más bien la meta de toda dialéctica racional. Mírala como la armonía superior posible y vive en conformidad con ella. Confiesa que tú no eres la verdad, pues ella no se busca a sí misma, mientras tú le distes alcance por la investigación, no recorriendo espacios, sino con el afecto espiritual, a fin de que el hombre interior concuerde con su huésped, no con la fruición carnal y baja, sino con subidísimo deleite espiritual. (San Agustín, 1956, vel. rel. pág. 159) San Agustin:
El principio Agustiniano de verdad, de conocimiento, de comunicación es, substancialmente el de la intuición, (percepción clara, íntima e instantáneamente de una idea o verdad, tal como sí se tuviera a la vista) expresado claramente en el pasaje antes citado. La nueva paideia agustiniana es una didáctica basada en la semiótica, y mejor aún basada en la teología del Maestro interior, es decir en la cristología, en el Espíritu Santo. Efectivamente naturaleza y sobrenatural nunca están separadas de San Agustín. En términos de comunicación, para él no puede haber relación entre el yo y el tú, entre el emisor y destinatario, si de algún modo no está siempre Dios. También su obra De Magistro, que puede parecer a primera vista un discurso muy especulativo y abstracto a pesar de su forma dialogada, es el eco de experiencias vividas. Es algo que resulta bien claro si contextualizamos la obra en la vida de San Agustín en el conjunto de las demás obras que le preceden y le siguen De Magistro trata temas de pedagogía fundamental, de teoría de conocimiento y del método.
El precioso Diálogo filosófico De Magistro fue escrito en 389. Agustín, después de haber recibido el bautismo en Milán de manos de San Ambrosio (387) y de permanecer algún tiempo en Roma, marchó al Africa. Llevaba el alma saturada del idealismo monástico que había admirado en Milán y en Roma. Después de su llegada a Tagaste, su patria chica, distribuyó en limosnas todo su patrimonio, guardando solamente su casa paterna, donde se retiró con algunos amigos, fundando allí el primer monasterio africano. El tiempo estaba dividido entre los ejercicios de piedad, los trabajos manuales y el estudio. Agustín se aplica preferentemente al estudio de la Escritura Santa y a la composición de obras apologéticas que es la ciencia que expone las pruebas y fundamentos de la verdad de la religión cristiana y la defensa de la fe.
Entre los primeros monjes de Tagaste vivía el que Agustín llama el hijo de su pecado, el joven Adeodato, que es el interlocutor del diálogo De Magistro. Tenia la edad de dieciséis años, y el autor de las De Libero Arbitrio y la Ciudad de Dios asegura que todos los pensamientos puestos en sus labios son de él. Asombra que, a esa tierna edad, Adeodato manifestase aquél ingenio admirable
El diálogo De Magistro parece indicar que Agustín continuaba en Tagaste la educación literaria de Adeodato. Empieza la conversación por el grave asunto de la razón de ser del lenguaje. Después, Agustín escoge un verso de Virgilio, como ejemplo, y la discusión se desarrolla largamente sobre el papel gramatical de las primeras palabras. Una cuestión suscita otra, sin riguroso orden lógico, mas no sin sutileza; Agustín pide a su discípulo que resuma los puntos examinados. Hecho esto, el maestro parece tener escrúpulos: se acuerda, tal vez, de que es monje; se excusa de entregarse a esos juegos literarios y promete conducir a Adeodato hasta una doctrina moral muy elevada, al país de la vida bienaventurada
Más esto no será por el camino más corto. De nuevo la discusión vuelve a empezar sobre las diversas clases de signos y sobre el valor del lenguaje como signo de las cosas. Pronto, sin embargo, el fin de Agustín se precisa: ¿Es verdaderamente imposible- pregunta – enseñar nada sin palabras y sin signos sensibles? Y por una serie de hábiles preguntas y ejemplos muy típicos, demuestra la impotencia radical del lenguaje para transmitir la verdad. No le queda más que indicar al verdadero Maestro. Lo hace en un discurso seguido, que llena la tercera parte de la obra. Este Maestro es Cristo, que es la misma verdad que habita en lo más íntimo de nuestras almas. El Maestro humano se contenta con invitar al discípulo a volverse hacia la verdad interior, a dejarse iluminar por sus resplandores; porque según la palabra de Jesús, “Nosotros no tenemos más que un solo maestro, Cristo”. Mt 23,10
El interés de este diálogo no radica tanto en las discusiones lógicas y gramaticales como en la importante doctrina de la iluminación, claramente enseñada aquí por San Agustín por primera vez. La doctrina de la iluminación ocupa el centro del agustinianismo. Es preciso tener en cuenta que en San Agustín siendo base el método sintético (Pasando de las partes al todo) y concreto, todo orientado hacia la instrucción moral y religiosa del hombre no se puede comprender el sentido exacto de una afirmación filosófica sin tener presente el conjunto del sistema. Así el autor del Maestro expone una doctrina, ante todo psicológica, al estudiar nuestro conocimiento de la verdad; pero conduce también a la piedad, al recomendar a Cristo-VERDAD; y más aún a la metafísica, al presentar su vía o medio preferido para demostrar la existencia de Dios. De Magistro presenta el cuadro general de la prueba de la Teoría de la Iluminación; supone a Dios presente en el interior del alma.
Santo Tomás, en sus cuestiones disputadas De Veritate, trata el problema de este diálogo con el título ¿El hombre puede enseñar a otro y llamarse maestro, o sólo Dios lo puede, Santo Tomás está visiblemente inspirado por De Magistro de San Agustín, con su claridad habitual precisa el sentido de la tesis agustiniana, y se puede ver que, esencialmente, los dos grandes doctores están de acuerdo?
Expondré algunos puntos de doctrina que ayudarán a entender mejor esta hermosa y original obra de San Agustín
Teoría de la Reminiscencia
Para explicar los primeros principios, fundamentos de la ciencia (lo que San Agustín llamaba las verdades eternas), varios filósofos admiten que el alma los posee desde su unión al cuerpo y que los conserva inconscientemente, en una especie de memoria, hasta el aviso o advertencia de la razón; de este modo, no las recibe ni de la experiencia ni de la enseñanza, los recuerda. Tal es la Teoría de la Reminiscencia, que se presenta en la historia bajo tres formas principales.
La primera reconoce por autor a Platón (424-348 a J.C.), y le siguen sus discípulos neoplatónicos, particularmente Plotino (205-270 d. J.C.) y Porfirio (232-305). El alma, supuesta preexistente, adquirió las ciencias en su vida anterior; encerrada después en un cuerpo en castigo de alguna falta, olvidó todo por su unión a la materia; así el estudio de las ciencias en esta vida es, en sentido propio, un recuerdo.
San Agustín, versado en las obras de Plotino y Porfirio, conocía esta teoría desde el principio de su vida católica, aunque parece no haberla admitido nunca. Ella estaba contradicho por la Sagrada Escritura, en el Génesis 2, 7 dice así “Formó, pues, el Señor Dios al hombre del lodo de la tierra, y le inspiró en el rostro un soplo espíritu de vida, y quedó hecho el hombre viviente con su alma racional” contando la creación del alma del primer hombre, por San Pablo, “Enseñando que antes de nacer nadie ha hecho obras, ni buenas ni malas”. Rom.9-11 por otra parte, se sabe que en los días de su conversión él leía a San Pablo, con preferencia a los libros platónicos.
La segunda forma es el Innatismo. Dios, al crear el alma en el momento de unirla al cuerpo, depositó en su inteligencia las ideas o primeros principios, de donde más tarde, a la edad del raciocinio, nosotros sacamos nuestras ciencias. Así piensan, entre los modernos Descartes (1596-1650) y Leibniz (1646-1716) Los antiguos, ignorando la creación, no soñaron con esta teoría San Agustín pudo admitirla, porque no se oponía ni a su fe ni a sus principios filosóficos; pero es seguro que lo haya hecho.
A partir De Magistro aparece una tercera, a la cual San Agustín desde ahora permanece fiel, El objeto del recuerdo, más bien que lo pasado, son las verdades eternas fuera de tiempo. Hay una memoria del presente, como lo explica en una carta a su amigo Nebridio, escrito al principio de 389, hacia el mismo tiempo que El Maestro. El alma en su esencia lleva como prefiguradas estas verdades eternas, y cuando las conoce, con la ayuda de Dios, se da cuenta de lo que ya sabía virtualmente, y, en este sentido, ella se recuerda. San Agustín conserva, por tanto, la palabra reminiscencia, vaciándola de su significación platónica para introducir una doctrina que le es propia, la de la Iluminación.
Teoría de la Iluminación
La adquisición de la sabiduría debe explicarse, según San Agustín, por la iluminación de la verdad divina, es decir, por una influencia creadora más rica, que hace participar a nuestra alma no sólo de las perfecciones temporales y espaciales (ser substancial, vida vegetativa, conocimiento animal), que están sometidas a mudanza, sino también de la inmutable perfección de la misma verdad. El proceso dialéctico más familiar al Santo es subir a Dios como luz de los espíritus creados, reflejada en las verdades eternas. La filosofía agustiniana es un canto a la luz de la VERDAD increada, subsistente por sí. Todas las luces creadas deben encenderse en su fuente primordial, necesitan de ella para brillar. La razón humana, como luz, tiene la misma condición; no es por sí misma luz, y necesita ser alumbrada por la primera VERDAD, para poder llegar a la sabiduría y a la justicia. (San Agustín, 1951)
Desde 387, en los Soliloquios, San Agustín había llamado a Dios el sol de los espíritus, teniendo como papel el hacer comprender los objetos inteligibles; pero daba esta idea como una probabilidad; en De Magistro la enseña por primera vez como cierta; hacia este mismo tiempo, la expone también a una carta a Nebridio (Carta 13)
En esta teoría hay que distinguir dos aspectos: el hecho y el modo de la iluminación. Sobre el primero no hay discusión alguna; sobre el segundo todas son discusiones. Entre las interpretaciones propuestas, es necesario desechar la panteísta que nos supone todos pasivos, como si Dios sólo obrase en nosotros por la iluminación; San Agustín precisa frecuentemente que tenemos una inteligencia distinta de Dios. También hay que rechazar la interpretación ontologista, que explica los caracteres de necesidad, inmutabilidad y eternidad de nuestras ciencias, dando por objeto inmediato a nuestra inteligencia las ideas divinas que tienen precisamente esas cualidades, y en las cuales conocemos todas las cosas. El ontologismo supone que vemos todas las cosas en Dios.
San Agustín, cuyo método intuitivo, parece ignorar la distinción entre Dios y su imagen creada, emplea más de una vez expresiones que insinúan, en efecto, la visión de Dios. Pero otros textos agustinianos muy explícitos son incompatibles con el ontologismo. Malebranche se aparta ciertamente de San Agustín al decir que vemos en Dios toda verdad, aun tocante a las cosas sensibles. En cambio el Santo Doctor niega a nuestra inteligencia, en el orden natural, él poder ver a Dios directamente; no le concede ese poder más que en raras ocasiones de la vida mística, por ejemplo, para explicar los éxtasis de Moisés y de San Pablo, mientras que la iluminación es un beneficio común, recibido por todo espíritu tan pronto como alcanza la verdad. San Agustín distingue claramente la luz increada del Verbo de otra luz donde nos aparece el objeto de la sabiduría.
San Agustín examina los signos, y especialmente las palabras y sus relaciones con las cosas significadas, es para demostrar el papel secundario de los signos, de las palabras y de los nombres, a fin de dirigir el espíritu hacia el Maestro interior, cuya solo enseñanza puede hacernos comprender las cosas significadas. San Agustín pretende demostrar en el Maestro que el conocimiento intelectual verdadero, la ciencia o la inteligencia de las cosas, sólo no es posible por la enseñanza del Maestro interior, Cristo. Las palabras que no advierten desde fuera, viniendo de un maestro humano pueden a lo más engendrar en nosotros la creencia. ¿Cómo debemos entender estos dos actos: creer y saber? El santo Doctor usa de una terminología no perfectamente clara, no distingue explícitamente entre fe natural y fe sobrenatural
En De Magistro se trata al parecer, de la fe humana, fundada sobre la autoridad de las criaturas; porque la discusión que llena la primera parte se mueve sobre el plano natural, y si las palabras de un verso de Virgilio o la enseñanza de un maestro epicúreo pueden engendrar una creencia, es una creencia puramente humana. Mas se trata también de la fe sobrenatural, fundada sobre la autoridad de Dios, que nos revela las verdades necesarias para la vida eterna; porque San Agustín se apoya de preferencia en los autores sagrados y en los libros revelados; así dice él citando a San Pablo “Pues para recurrir a la autoridad que no es la más querida” se trata de fe sobrenatural en las enseñanzas divinas.
En De Magistro a pesar de las discusiones de orden gramatical. En el capítulo VIII, 21, el Santo Padre lo insinúa claramente: la vida feliz adonde él quiere conducir a Adeodato es la vida cristiana perfecta y, finalmente al cielo. He aquí por qué, si se quiere comprender la fórmula agustiniana plenamente en todas partes donde se trata de fe y de ciencia, es necesario pensar en la fe sobrenatural y esta fe no es una creencia toda especulativa, sino una fe vivificada por la caridad, una adhesión total que someta a la autoridad divina la inteligencia y la vida entera, de suerte que el alma encuentre allí su purificación y esté dispuesta a recibir la enseñanza y la iluminación de Cristo, que le trae la ciencia y la inteligencia.
Por otra parte, el conocimiento más perfecto que enriquece la fe inicial, y que en el Maestro llama ciencia o inteligencia, sé norma de ordinario sabiduría. Mas entre estos tres términos, San Agustín establece los matices precisos. Así en el DeTrinitate distingue y hasta opone la ciencia y la sabiduría. La ciencia es la obra de la razón inferior, que considera las cosas desde el punto de vista temporal y humano; he aquí por qué aisladamente considerada, ella se une fácilmente a las criaturas para gozar de ellas como de un fin, siendo así el origen de la avaricia, la raíz de todos los males, e incitando el orgullo, el primero de todos los pecados. Una tal ciencia no exige, para constituirse, la Iluminación, o la enseñanza del Maestro interior; es más bien un esfuerzo para libertarse; de la posibilidad del error y del mal.
Al contrario de la sabiduría tiene su asiento en la razón superior y juzga de todo desde el punto de vista de las razones eternas o de las ideas divinas; es el fruto de la Iluminación del Verbo e implica así una perfecta humildad y un total desapego de sí mismo y de todo lo criado, excluye toda avaricia y todo orgullo. Por otra parte, el alma que la posee no tiene por qué sacrificar la ciencia, porque ésta es necesaria a la sabiduría, que debe guiarnos a través de las cosas temporales hacia la vida eterna; además, la consideración de las criaturas es el camino normal para alcanzar la contemplación de las verdades eternas. Así la ciencia se transforma y convierte en un conocimiento excelente, renunciando a ser reina para hacerse auxiliar de la sabiduría.
Entre las dos, pero más cerca de la sabiduría que de la ciencia, se coloca la inteligencia espiritual. Como la sabiduría, a la cual está íntimamente ligada se distingue de la ciencia por su objeto directo, que es la verdad divina. La inteligencia espiritual es una línea recta el perfeccionamiento de la fe; no es como ésta, una pura aceptación de la verdad revelada; es también una cierta compresión, relativa sin duda, más verdadera; simple, por una parte, como toda vista de la inteligencia propiamente dicha, más penetrante, a pesar de los limites que le impone la fe, mientras el hombre viva sobre la tierra en lugar de esclarecer la fe por el exterior, si se puede decir, la abarca de una mirada directa y la comprende más o menos profundamente, según la agudeza de la visión sobrenatural que es dada a cada uno.
En resumen, la fe nos da la verdad total, más de una manera todavía velada como a ciegas. La inteligencia y la Sabiduría nos descubren el sentido: la primera, por una vista simple, ante todo especulativa; la segunda, por un juicio de valor inspirado directamente por la caridad, que nos une directamente a Dios.
La fe está penetrada de esperanza y caridad, y sin ellas es cosa muerta; la esperanza vive de la fe y el amor, y el amor se nutre de la fe y de la esperanza. La nueva vida espiritual es producida por el encuentro de dos amores, uno divino y otro humano; éste es incapaz de elevarse a lo alto sin ser atraído por el primero, por eso el amor tiene mucha parte en la unión con Dios: es una fuerza unitiva
Entre los discípulos de San Agustín, San Buenaventura, han guardado, hasta en filosofía, la distinción entre ciencia y sabiduría. A sus ojos, las especulaciones racionales no tiene por sí mismo valor infalible verdad; lo adquieren por su sumisión a la sabiduría sobrenatural, con lo cual constituyen una sola ciencia. Santo Tomás distingue mejor los dos órdenes de la gracia y de la razón. Desde el punto de vista sobrenatural, se asimila plenamente toda la doctrina agustiniana, y por las distinciones antes mencionadas caracteriza los tres dones del Espíritu Santo: la ciencia, la inteligencia y la sabiduría. Desde el punto de vista natural, adopta las nociones de la filosofía aristotélica, y, para él, la ciencia humana, especialmente la filosófica, posee su autonomía y su valor propio de infalible verdad.
Por otra parte en De Magistro, la distinción entre los tres aspectos del conocimiento perfecto no aparece aún claramente. La ciencia y la inteligencia allí son, sobre poco más o menos, identificadas, porque tienen el mismo objeto y no trata de la sabiduría. Su fin de estas dos (La ciencia y la inteligencia) es sólo oponer la creencia imperfecta, dada por las palabras y los maestros humanos, a la posesión de la inmutable verdad, dada por el Maestro interior; ésta es la ciencia o inteligencia, fruto de la verdadera enseñanza, que sólo Cristo puede dispensar, y, por consiguiente, en su plena dilatación ella no es más que la sabiduría.
En cuanto a su extensión, ella parece abrazar todas las verdades eternas infalibles, racionales y sobrenaturales; mas, comparada con la fe, tiene un campo más restringido y aquí volvemos a encontrar la teoría según la cual toda verdad, así filosófica como teológica, es un don de fe. En este orden filosófico el método agustiniano es diferente al tomista, para San Agustín toda verdad comprendida, poseída científicamente por la filosofía, pertenece al campo de la fe. Para Santo Tomás, al contrario, toda verdad conocida científicamente no pertenece al campo de la fe
Oficio del Maestro según San Agustín y Santo Tomás.
Santo Tomás, en la cuestión II del Veritate, examina el problema del maestro; el artículo primero versa sobre la tesis de San Agustín: ¿Un hombre puede enseñar y llamase maestro, o sólo Dios lo puede? La respuesta tomista está en armonía con la doctrina agustiniana, inspirándose toda en la psicología de Aristóteles. Nuestra inteligencia, estando al principio en la ignorancia, debe adquirir la ciencia pasando de la potencia al acto; mas la causa de este paso no está principalmente fuera de nosotros, en los objetos sensibles o en el maestro humano; es inmanente al alma y puede hasta pasarse totalmente sin la ayuda de otros hombres. Esta potencia activa, fuente en nosotros de la ciencia, es ante todo el entendimiento agente, facultad propia del alma (del espíritu diría San Agustín), que es, por consiguiente, una luz intelectual innata; y lo son también los primeros principios, que no son, es verdad, innatos en sentido propio, mas que no son tampoco el fruto de la enseñanza.
Es por medio de estos primeros principios que adquirimos las ciencias, extendiendo la luz intelectual a nuevas conclusiones, sea al contacto de la experiencia, sea comparando entre sí las verdades conocidas. Ahora bien, esta luz intelec5tual es una participación de la luz divina de las verdades eternas; y es así como Santo Tomás acepta la conclusión de El Maestro: el Maestro que, ante todo, nos comunica la ciencia es Dios, que habita dentro de nosotros
La palabra valor posee diferentes significados: valor material un coche dinero, el valor intelectual o científico de un libro, el valor estético de la música o el arte. Pero al hablar del ayudar a los demás, de caridad, libertad, nos referimos a valores humanos. San Agustín nos enseña valores humanos en sus obras. En el terreno de lo educativo podemos concluir que la formación de valores es el esfuerzo por ayudar al hombre aquellas cualidades de su personalidad que se considere deseables en los diversos ámbitos de su desarrollo, particularmente en aquellas que se relacionen con el uso responsable de su libertad como son cooperación, libertad, felicidad, honestidad, humildad, amor, paz, respeto, responsabilidad, sencillez tolerancia y unidad, las cuales nos enseña San Agustín en sus múltiples obras.
La Educación como medio privilegiado de crecimiento personal del hombre y de la comunidad, tiene ante cada uno de los que intervienen en ella el reto de descubrir los valores que fundamenten la propia existencia y su sentido pleno como una meta primordial del vivir humano.
La formación de valores permite al hombre integrarse en el mejoramiento de su entorno, dotándolo de bases firmes para ser un ciudadano conocedor de sus derechos, responsable en el cumplimiento de sus obligaciones, libre cooperativo y tolerante. La formación de valores requiere de un tratamiento vivencial en todas las acciones y actividades, en la escuela, en el trabajo, en la casa en la vida cotidiana y muestren, con el ejemplo nuevas formas de convivencia y trabajo en equipo cuyas bases sean el respeto, el diálogo, la tolerancia, etc.
En Suma toda la actividad de la vida cotidiana son espacios para la formación de valores. Estas enseñanzas de valores humanos que nos dejo San Agustín es un paradigma para millones de hombres y miles de Universidad de todo el mundo que orgullosamente llevan el nombre de Universidad San Agustín en Centro América, México, Estados, Unidos España, Italia. San Agustín es siempre motivo de reflexión y aprendizaje para el hombre que busca la VERDAD y su realización como persona.
“DE LIBERO ARBITRIO”
Introducción
Al convertirse San Agustín, primero al platonismo y luego al cristianismo, hubo de dar en su interior un adiós sincero y eterno al maniqueísmo, cuyas doctrinas, a la luz de las nuevas verdades, aparecían ya como un conjunto abigarrado de absurdos y disparates sin sentido. Pero no en vano habían hecho nido en su pecho durante nueve años seguidos, los más dulces y floridos de su juventud. El vaso que ha tenido largo tiempo un licor o perfume intenso y San Agustín recuerda oportunamente mente en cierta ocasión con motivo de sus lecturas clásicas, aun después de vaciado y lavado conserva persistente el olor de su primera esencia. San Agustín había llenado bien el vaso de su inteligencia con las doctrinas del maniqueísmo; ¿qué de extraño era que, apegado a ellas durante tantos años con sinceridad y simpatía, dejaran en su alma el olor punzante su recuerdo? Si el escepticismo de la nueva academia, con haber sido él esporádico y fugaz, deja en su alma una fuerte levadura de pesimismo y desconfianza, que más tarde se vio precisado a combatir por medio de serias meditaciones y disputas con sus amigos y discípulos fin de arrancarla y arrojar de sí totalmente. ¿Cuánta no dejaría doctrinas tan alegremente recibidas, tan halagadoras para los sentidos y pasiones y tan simplistas en sus soluciones morales y metafísica? Esta es, sin duda, la razón por qué, apenas abandona su cátedra y se retira a Casicíaco, se entrega de lleno y con todo el ardor de su temperamento africano a la obra de limpieza y desmonte interior, a una verdadera y honda catarsis intelectual, revisando pieza por pieza todo el engranaje de su vida interior, para cerciorarse de la resistencia y valor de cada una y de la seguridad del terreno conquistado.
San Agustín es un gran psicólogo; su enseñanza, y, más que su enseñanza, su experiencia escolar de muchos años, le ha demostrado que no hay medio mejor para afianzarse en un punto doctrinal que defenderlo y con ardor y tesón. La lucha aviva muestras facultades y la actitud de resistencia aumenta la oposición de la mente, obligándola a descubrir razones que antes tal vez no había advertido. De ahí su afán inmenso e incontenible de escribir y discutir en la quinta de Casicíaco en Milán y Tagaste, con propios y extraños, con amigos y enemigos, redactando en cuatro años diecisiete obras extensas y profundas, cuando antes en más de quince años no había producido sino un endeble tratado de estética De pulcro et apto del que habla en las confesiones, hoy perdido. Diríase que el error lo había tenido como encadenado su genio soberano y que ahora, al verse libre, rotos ya los diques, se desborda cual río caudaloso largo tiempo represado. (San Agustín, 1963)
Ya estando en Casicíaco quiso abordar la cuestión planteando el problema en De Ordine. Pero comprendiendo que ni él se hallaba suficientemente fuerte para entrar en discusión tan profunda y delicada, y menos aun sus discípulos, completamente bisoño en la materia, desistió de ello, dando intencionadamente a la conversación o disputa un cambio parcial, orientándola hacia el orden de los estudios y el método que se ha de seguir en ellos, si se quiere sacar verdadero fruto de los mismos y llegar a la conquista de la verdad.
Ya estando en Roma, se decidió a abordarlo, provocado por Evodio, que aún mayores dificultades y preocupaciones que él. Evodio poseía una cultura bastante extensa, estaba dotado de una agudeza de ingenio poco común y sentía además verdadera obsesión por las dificultades. La larga discusión sobre la naturaleza y cuantidad del alma, que acabada de sostener con San Agustín, le había preparado, hasta cierto punto, para esta nueva empresa. Tal es el origen de los tres libros De Libero Arbitrio, obra extensa, profunda y decisiva, de una importancia excepcional por los múltiples y graves problemas que en ella plantea, a más del fundamento sobre la naturaleza, origen y causa pecado y responsabilidad humana.
De Libero Arbitrio fue comenzado en Roma, continuado en Tagaste, en los ratos de ocio literario, y terminado en Hipona hacia el 395. Esto explica que en el tercer libro no figure más que una vez Evodio, ausente en Tagaste. Esta larga distancia de fechas nos demuestra que el diálogo es redacción posterior a las discusiones habidas en Roma y Tagaste, aunque, es de suponer, respondan fielmente al pensamiento de los interlocutores, pues la perfección y exactitud que muestra acusa un gran estudio en sus autores.
El objeto de la presente obra es el origen del mal. Evodio, que parece el iniciador de la discusión, abre el diálogo con esta franca pregunta. : Dime, te ruego, ¿acaso no es Dios el autor del mal? Y un poco más adelante: Y bien, puesto que me obligas a que confiese que nosotros no aprendemos a hacer el mal, dime: ¿cuál es la causa de que obremos el mal? San Agustín le contesta con estas palabras, que son como el motivo de la obra: Precisamente acabas de mover una cuestión que me atormentó sobremanera siendo yo aún muy joven, y que después de haberme fatigado inútilmente en resolverla, me empujó e hizo caer en la herejía de los maniqueos.
Y tan deshecho quedé de esta caída y tan abrumado bajo el peso de tanta y tan insulsas fábulas, que, si mi ardiente deseo de encontrar la verdad no hubiera obtenido el auxilio divino, no habría podido desentenderme de ellos ni aspirara aquella mi primera libertad de buscarla. Y porque, en cuanto al orden a mí, actuó con tanta eficacia, que resolví satisfactoriamente esta cuestión, seguiré contigo el mismo orden que yo seguí y que me puso a salvo. Si el pecado procede de las almas que Dios creó, y las almas vienen de Dios, ¿cómo no referir a Dios el pecado, siendo tan estrecha la relación entre Dios y la alma pecadora? Palabras a las que Evodio pone esta pregunta: Acabas de formular con toda claridad y precisión la dudad que cruelmente atormenta mi corazón y lo que no ha traído a esta discusión en que estamos empeñados.
Realmente no se podía hablar ni plantear la cuestión con mayor claridad y precisión. Pero ¿cómo conocer a fondo el origen del pecado sin antes conocer su esencia? ¿Y en qué consiste el pecado? San Agustín no define éste hasta el fin del primer libro, tratando antes de averiguar cuál es la fuente y causa del mismo, cuáles son los motivo, por los que el alma peca, que papel ejerce en él las pasiones, la razón, la ley eterna y temporal, para llegar a esta conclusión final: el hombre, como todo ser, está sometido a una ley eterna e inmutable, la cual no deber traspasar; no obstante, acosado por el apetito de bienes o placeres, prohibidos por esa misma ley, el hombre abandona a veces ésta por seguir aquella. Con todo, nada hay que pueda forzar fatalmente al hombre y su libre albedrío a obedecer a las pasiones; estas pueden tentarle, seducirle, hacerle fuerza, pero no violentarle irresistiblemente a que la siga y obedezca. La concupiscencia es ocasión de pecar, pero no la causa del pecado, que radica en el libre albedrío (San Agustín, 1951))
El segundo libro lo ocupa casi todo la llamada prueba de la existencia de Dios, en la que San Agustín expone de paso su teoría acerca del conocimiento, comenzando desde el sensible y animal hasta el puramente intelectual y abstracto. En ellos se explica el método ascensional de San Agustín: de los objetos exteriores a los sentidos, de los sentidos externos a los internos, de los sentidos internos a la razón, de la razón a las verdades eternas e inmutables, o mundo inteligible, y del mundo inteligible a Dios.
Dios está reclamado por la existencia del mundo inteligible, del que no podemos dudar. San Agustín llega por una serie de razonamientos al concepto de Dios como un ser esencialmente bueno, totalmente bueno, e infinitamente bueno, de quien procede todo ser y toda bondad. Todo lo que hay, de bueno en el mundo, viene necesariamente de Dios, y será tanto más bueno cuanto más participe de su bondad; luego el mal de la criatura está en la menor participación o en la carencia debida de tal bondad. San Agustín da un paso más. El libre albedrío es en sí mismo un bien, no un mal (San Agustín cap. XVIII Lib.Ab 1951)
Luego expone cómo el abuso de un bien, no implica que ese bien se convierta en un mal. Los ojos, los brazos, la lengua, etc., aunque se conviertan en un instrumento de mal para el hombre y se empleen en cosas malas, no dejan por eso de ser un bien en sí, ¿por qué lo ha de ser el libre albedrío? Todos amamos la libertad, todos queremos la libertad, todos suspiramos por la libertad, como un bien soberano, como el mayor bien de que pueda gozar el hombre en la tierra; y si sólo la pérdida de la libertad externa, material, la consideramos con un mal inmenso, ¿qué no será lo que atañe a la misma voluntad, y que llamamos libre albedrío? Si el mal radicase en la esencia del libre albedrío, habría razón para culpar a Dios; pero siendo en sí un bien, su mal sólo puede estar en un defecto de sí mismo, en un desfallecimiento de la voluntad, dejándose ir tras un bien sensible, un deleite, pospuesto el bien supremo, Dios.
En el fondo no es todo esto más que una ampliación de la teoría platónica sobre el bien y el mal. San Agustín distingue o divide los bienes en tres clases: grandes, medios y mínimos. Grandes, los bienes que lo son siempre y nunca pueden ser males, como las virtudes; medios, los que pueden servir alguna vez al mal, como las potencias del alma, y mínimos, los bienes terrenos, como la hermosura, el vigor del cuerpo, la agilidad, etc.
El libre albedrío es un bien medio, porque podemos usar mal de él; sin embargo, es tal, que sin él no podemos obrar bien y laudablemente. (Digno de alabanza) Su recto uso es la virtud, la cual está considerada entre los bienes grandes, los cuales nunca pueden ser usados para el mal. Ahora bien, si todos los bienes, los grandes, los medios, y los mínimos, proceden de Dios es de buen uso de la voluntad libre, que, como hemos dicho, es virtud y se enumera entre los grandes bienes. El hombre puede caer por el libre albedrío, pero no levantarse, pues esto sólo pertenece a la gracia de Dios; como el que se suicida, que puede quitarse la vida, pero no dársela.
San Agustín firme en la teoría platónica del bien, hace consistir todo el mal en la carencia del bien, de tal modo que una cosa es tanta más mala cuanto es menos bueno. El pecado, que es carencia de bondad del libre albedrío, no puede venir de Dios, sino de la nada, de defecto del ser y obrar. (San Agustín, 1951)
El tercer libro es un complemento y, en muchos de sus capítulos, un esclarecimiento del anterior. En la introducción sienta de nuevo que el movimiento culpable de la voluntad, por el que se separe de Dios, proviene únicamente del libre albedrío, y que el poder pecar de éste nace de su debilidad para el bien obrar. Luego trata ampliamente de a armonizar el libre albedrío con la presciencia (conocimiento del porvenir) de Dios. El hombre no peca, dice San Agustín, porque Dios lo haya previsto. Todo lo que Dios prevé sucederá necesariamente, porque Dios es infalible; pero Dios ve las cosas como son en sí, las libres como libres y las necesarias como necesarias, pues cada cosa ha de obrar conforme a su naturaleza. Dios ve el pecado anticipadamente a que el hombre lo cometa, porque conociendo Dios todas las cosas futuras, no puede ignorar las acciones de sus criaturas.
Pero Dios no puede prever necesaria una acción intrínsecamente libre, sin una contradicción manifiesta. El existir de una cosa es totalmente distinto de su ser o esencia; puede el existir ser necesario, sin que lo sea su ser. O en otros términos: todo lo que Dios ha previsto existirá, existirá infaliblemente, necesariamente, porque no puede engañarse ni fallar la ciencia de Dios; pero existirá según su modo de ser, libre o necesario. Si se fuera profeta, las cosas futuras, las cosas futuras no sucederían porque se previeran, sino que las prevería porque habían de existir. Pero si el pecado es carencia del ser, ¿dónde lo ve Dios? Y si lo prevé Dios y forzosamente ha de existir, ¿luego hay cierta predeterminación al pecado? Dios prevé el pecado no en sí, sino en cuanto acción humana defectuosa, en su carencia de rectitud moral, como nosotros vemos las realidades negativas, verbigracia, un agujero.
Otro capítulo extenso lo dedica a las relaciones del pecado con la divina Providencial: a) El pecado y el orden. b) El pecado y la naturaleza. c) El pecado y la justicia. Finalmente, termina con un estudio y análisis de los cuatro problemas siguientes, fundamentales, relacionadas con el pecado y el libre albedrío, a saber: a) La primera causa del pecado. b) Nuestra miseria presente. c) El pecado y los niños recién nacidos. d) El pecado de Adán y el demonio. (San Agustín, 1951)
San Agustín procede en esta obra como filósofo cristiano más que como teólogo. Nada tiene de extraño que tenga sus puntos flacos, y aun a veces pocos precisos, como el Santo reconoce. Los pelagianos trataron de apoyarse en algunos capítulos y frases de esta obra, para defender sus errores; más en vano, pues aunque San Agustín cuando la escribió, no pudo tener presente tales errores, que aún no habían nacido, las inexactitudes de unos capítulos, quedan corregidas con la doctrina de otros, bien clara. En efecto, si hubieran leído la obra despacio, hubieran visto más adelante que el autor no atribuye al libre albedrío un poder omnímodo para obrar el bien o el mal, prescindiendo del estado actual del pecado y decaimiento de la naturaleza a consecuencia de la primera transgresión y de una serie interminable de enfermedades morales transmitidas por herencia.
San Agustín acusa la existencia de un primer pecado de naturaleza, y por esto bastaba para que los pelagianos no pudieran alegar en modo alguno este libro en su favor. Sí es cierto que no habla con insistencia de la gracia, como medicina y socorro del libre albedrío, pero lo insinúa varias veces, y una de ellas expresamente. Lo que San Agustín repite una y mil veces es que el hombre es libre para obrar el bien y que no está ligado a obrar el mal por ninguna necesidad. Si el hombre peca, suya es la culpa. Si Dios le castiga por ello, es señal de que fué libre al cometerla. San Agustín insiste sin cesar en la bondad esencial e infinita de Dios, en quien no hay más que bondad, y de la que no pueden proceder más que cosas buenas; Él es padre amoroso, que aun en el castigar se muestra bueno; si nos ha dado el libre albedrío es porque es un gran bien; tan gran bien que el hombre prefiere perderlo todo ante que perder éste.
Sin el libre albedrío no habría mérito ni demérito, gloria ni vituperio, responsabilidad ni responsabilidad, virtud sin vicios. Sería imposible querer encerrar en pocas liñeas el contenido denso y polifacético de este libro, en el que se exponen, unas veces de pasada y otras sólo indicadas, infinidad de ideas y cuestiones relacionadas más o menos con el tema fundamental. De ahí también la imposibilidad de anotar este libro debidamente, pues de hacerlo tendría que llevar un comentario perpetuo. La influencia de esta obra ha ejercido en el transcurso de los siglos es inmensa, y ella sola, si hubiéramos de describirla, nos llevaría más de un centenar de páginas. No hay escritor en toda la Edad Media que hable o trate de la cuestión del libre albedrío y del pecado que no haya ido a beber a esta fuente agustiniana
En Resumen la obra educativa de San Agustín nos deja un legajo de valores psicológicos, sociológicos, morales, los primeros como paradigma de la personalidad de San Agustín que implica su influencia en las actitudes, sentimientos, convicciones o rasgos de carácter en el ser humano. Estas propiedades de la personalidad son las que podrían ser tomadas como pilar de la enseñanza educativa del hombre. Valores sociológicos estos están relacionados con los primeros implican sentimientos, modos de reaccionar o conductas determinadas por la interacción social, actitudes que resultan de convivencia social y por último con su obra De Libero Arbitrio Valores morales que se centran en el desarrollo humano como el uso responsable de la libertad.
Son normas de conducta que sentimos debemos cumplir porque son impuestas por nuestra propia conciencia y no por presión externa. Esto significa que una vez que esas formas particulares de actuar y de relacionarse han sido establecidas colectivamente, son asumidas por el individuo como formas de conductas aceptadas y reconocidas por las que las consideran correctas
La importancia de los valores está en boca de todo el mundo, los Educadores, Maestros, Padres, incluso jóvenes y niños están cada vez más preocupados y afectados por la violencia. Los crecientes problemas sociales y la falta de cohesión social son causa de una ausencia de valores que promuevan la convivencia en paz. San Agustín nos enseña esta convivencia y esta libertar de elegir el bien haciendo uso debido de nuestro libre albedrío el cual favorece el aprendizaje de valores como la honestidad y tolerancia, la responsabilidad.
San Agustín nos va enseñando el camino en cada una de sus obras como el hombre puede adquirir estos valores que tanto hacen falta para su educación integral y trascendencia. La honestidad, conciencia clara ante mí y ante los demás, es el reconocimiento de lo que esta bien y es apropiado para nuestro propio papel, conducta y relaciones. Con honestidad, no hay hipocresías ni artificialidad que creen confusión y desconfianza en la mente y en la vida de los demás, conduce a una vida de integridad, porque nuestro interior y exterior es reflejo el uno del otro.
La formación de una mentalidad y convivencia con dignidad y autonomía desarrollar al hombre una actuación con responsabilidad, que crea una consciencia para asumir las consecuencias de sus actos. Un principio de aprendizaje es observar la conducta y la experiencia de la vida real de los que admiramos y respetamos. Por lo Tanto, es obligatorio para quien es modelo como San Agustín ser ejemplo de estos valores. En este contexto, San Agustín enseña al hombre la importancia de los valores en la sociedad como una medida de convivencia en armonía, como un mecanismo detonador de una sociedad más libre y consciente de sus carencias.
SAN AGUSTIN Y LA CIUDAD DE DIOS
Para acceder al interior de un genio, siempre es bueno asimilarle a otros espíritus afines en el reino del pensamiento o de la acción. Así, Sócrates y San Agustín son hermanos en algún sentido. Si el primero es el gran pedagogo y moralista de la antigüedad clásica, el segundo lo es de la antigüedad cristiana y de la Edad Media, y aun de la Moderna.
En los diálogos platónicos se pueden admirar los rasgos de Sócrates. Por ejemplo, Alcibíades confiesa el fruto de sus contactos con el maestro.
Cuando le escucho, mi corazón palpita con más vehemencia que los coribantes, vierto lágrimas, y veo que un gran número alrededor experimenta las mismas emociones. He oído hablar a Pericles, y lo encuentro elocuente, pero no me hace sentir nada parecido; mi alma no se turba, no se indigna contra sí misma por su esclavitud, como acontece a este Marsias. Es un hombre que me hace entrar en mí mismo para convencerme de lo que me falta; un hombre que despierta en mí un sentimiento del que apenas me siento capaz, la vergüenza. AA.VV. (en Platón, 1974 pág. 592)
Sin duda, nos hallamos ante un elogio extraordinario para el moralista pagano, que nos abre también la puerta para conocer al Doctor cristiano. El cual no va por la ironía, como el maestro griego, porque lleva muy adentro la tragedia del hombre caído y redimido. No es que San Agustín descubriera el abismo del hombre pecador y la necesidad de su redención. Pero si es, juntamente con San Pablo, el explorador y psicólogo terrible, el denunciador de la miseria humana. Ha hecho saltar al rostro el calor de la vergüenza por su cautiverio espiritual. Junto a San Agustín se siente el dolor de ser humano, su indigencia y necesidad de socorro divino. Él dispone los corazones para la vergüenza, el arrepentimiento y la confesión de culpas, y también para la inquietud metafísica para descifrar el misterio del hombre. Su misión en sus obras es hacernos entrar dentro de nosotros mismos para ver lo que nos falta y despertar el remordimiento de nuestros fallos. (Capanaga, 1977)
San Agustín nos ayuda a encontrarnos a nosotros mismos, a asegurarnos en la roca de la verdad, para que no nos arrastren los huracanes de la vida moderna. Y para esta misión de intérprete universal tuvo la capacidad privilegiada no sólo la agudeza de su mirada para los sondeos interiores sino también la forma poética y mística, así como el dominio de la palabra fácil y persuasiva, por eso San Agustín con su iluminación, pudo acercarse a los hombres de su tiempo, y, por ellos a los de todos los tiempos, para decirles su verdad, que es, sobre toda su necesidad de redención, es decir de cambio de mentalidad, de vida que tanto necesitamos en esta época moderna es por eso indispensable que presentemos su obra la Ciudad de Dios obra que expresa, mejor que ninguna la polifacética personalidad de San Agustín, metafísico, psicólogo, teólogo, filósofo de la intuición que aplicó por primera vez a los acontecimientos históricos los Principios y verdades fundamentales de la metafísica cristiana, introduciendo un orden y armonía en el caos de los sucesos humanos y la iluminación del caos, como siempre, vienen del verbo de las alturas, de una concepción teológica del universo, del que es parte integrante la Historia.
San Agustín no ilumina lo superior por lo inferior, como los evolucionistas, sino lo inferior con la superior. El mundo material recibe su luz y sentido del alma racional, y ésta del Espíritu de Dios. Por eso la tesis más fundamental que circula a lo largo de toda la Ciudad de Dios se llama provincialismo. Mas la palabra providencia y provincialismo es un complejo de ideas que ofrecen dispersos aspectos, o si se quiere, momentos de orden eterno y temporal.
Circunstancias Sociohistoricas
La inexpugnable Roma, fue conquistada por Alarico y entregada al saqueo, el 24 de agosto del 410, durante cuatro días consecutivos, se desencadeno una ola de crímenes y de violencia.
Roma saqueada por lo bárbaros. La vieja capital, inviolada desde los lejanos tiempos de la invasión gala, había sido forzada por las bandas de un godo y gemía bajo el peso de sus ultrajes. Se escuchaban por doquier relatos acerca de los actos de terror en la ciudad, los palacios incendiados, los carros de los bárbaros atestados de objetos preciosos robados y maltrechos. Familias enteras habían quedado aniquiladas, había sido asesinado senadores, violadas vírgenes consagradas a Dios.
La impresión de la caída de Roma había impresionado hondamente a sus habitantes, solitaria está la ciudad decían, antes populosa pensaban las personas cuando oían hablar del espantoso vacío que siguió, al saqueo, de como aullaban los perros en los palacios desiertos, de como salían los supervivientes, agotados por el hambre, después de 5 días de forzada abstinencia, se daban la mano para sostenerse en pie por las calles cubiertas de cadáveres, mientras los bárbaros marchaban con los carros de oro y plata de jóvenes y muchachas cautivas. La administración del imperio, y el emperador Honorio mismo, hacía varios años que ya no residía allí. Retirados a Ravena, fortalecidos detrás de una fuerte cintura de lagunas, se hallaban a buen recaudo desde el año 404. (San, Agustín 1997)
¿Quién era Alarico que se había atrevido a invadir Roma? Cuando nació en el año 370 a las orillas del Danubio, de una gran familia Visigoda, Alarico, nadie podía presagiar que aquel niño llegaría a ser el inspirador involuntario de una de las más vastas y heroicas obras que jamás fueron escritas: epopeya histórica y mística, en que pusieron su mano cielo y tierra, el hombre y Dios. Los godos eran bárbaros, que desde el año 275 quedaron incorporados al imperio y desde los comienzos del siglo IV eran, en gran número, cristianos. El mismo Alarico era cristiano; pero el Evangelio que podía leer, no había destruido en él su carácter militar y la ferocidad barbárica Desde joven fue soldado y sirvió a Teodosio contra Eugenio; pero no contento con las ganancias logradas, se licenció. Tenía ya el apodo del Temerario, y demostró su audacia devastando, después de la muerte de Teodosio, el Peloponeso y conquistando Atenas.
En el 409 vuelve a Roma y hace emperador al prefecto de la ciudad, Prisco Atalio. Luego lo destituye, con la esperanza de llegar a un acuerdo con el emperador del Imperio Romano Honorio; decepcionado por no llegar a ningún convenio con Honorio, vuelve por tercera vez, logrando forzar la puerta principal y durante tres días sus soldados, chusma de todas las razas, entran en la metrópoli del Imperio, después sale de Roma seguido de larguísima fila de vehículos cargados de botín y se dirige hacia el sur con intención de embarcarse para la conquista de Africa. Este Visigodo, que no era ni siguiera rey, pareció por un momento, ser el dueño de Occidente, pero el castigo siguió de cerca al delito: llegando a Calabria, cuando intentaba pasar a Sicilia, Alarico murió repentinamente, y los suyos, según las costumbres góticas se desviaron para sepultar en el fondo de mar el cadáver del Temerario, que por tres veces había violado la Ciudad Eterna.
El saqueo de Roma, lo más grave de todo este suceso, fue la humillación, Por qué: hacia ochocientos años, desde que los galos, el 387 antes de Cristo, habían tomado Roma, que la capital del imperio, no había sido invadida, ni pisoteada por los bárbaros, varias veces durante aquellos siglos, la habían amenazado, pero siempre quedó a salvo, Creíase en su carácter sagrado, en la protección de los dioses que Eneas había traído de Troya, o del Nuevo Dios que Pedro había llevado de Jerusalén. Ante estos acontecimientos la estupefacción fue mayor que el terror, la vergüenza más grande que el asombro. En Africa se sintieron también sus efectos, pues muchos se refugiaron allí huyendo de Italia.
El Mal de la Historia.
Los tres aspectos corresponden al concepto cristiano de Dios, infinitamente justo, infinitamente sabio, infinitamente bello. Así la Historia resulta un reverbero de los divinos atributos, porque tiene una justificación en sí misma, una ordenación al bien y un esplendor de hermosura.
Primeramente en la Ciudad de Dios hay una Teodicea o justificación de Dios, particularmente en la permisión del mal. Este fruto de la iluminación ontológica de las criaturas racionales y del mal uso del libre albedrío, pertenece a la dialéctica actual de la Historia. La existencia del mal procede del abuso del libre albedrío, de su condicionada autonomía frente a la voluntad soberana de Dios, con la cual se presenta en lucha titánica. Los valores morales proceden de la libertad espiritual del hombre, cuya existencia justifican el movimiento y dramatismo de la Historia.
Motivo y Objetivo de la Obra
Hacía largo tiempo que los paganos atribuían a los cristianos todas las desventuras de Roma, al hecho de que ellos hubiesen abandonado a sus antiguos dioses, pero también algunos cristianos no se podían explicar el acontecimiento. La ciudad había sido ocupada y esto había proporcionado a los paganos excelentes pretextos para renovar sus lamentaciones diciendo: Ha sido en tiempos del cristianismo cuando Roma ha sido devastada, mientras los viejos dioses fueron honrados, Roma no fue tocada y triunfó en todas partes; desde que los emperadores se había dedicado a proteger a aquellos sectarios pordioseros del Galileo muerto (Jesús) suceden estas cosas, allegaban ellos, el tribuno Marcelino, gran amigo y sostén de San Agustín en la lucha contra el donatismo se dirige impresionado al Santo para preguntarle que clase de repuesta había que darle a los paganos, ante estos sucesos, elabora su principal obra entre los años 412 y 426, dejemos que San Agustín nos lo diga con sus propias palabras:
“Por lo que yo, ardiendo en celo por la casa de Dios, decidí escribir estos libros de la Ciudad de Dios contra sus blasfemias o errores. La obra me tuvo ocupado algunos años, porque se me interponían otros mil asuntos que no podía diferir y cuya solución me preocupaba primordialmente.” (San Agustín, 1997 pág. XV)
San Agustín Pretendía contestar la opinión de que la caída de Roma en poder de los godos de Alarico no había sido causada por la aceptación del cristianismo. San Agustín argumenta que Roma había caído por su egoísmo, por su inmoralidad y sostiene que ni él politeísmo, ni la filosofía pagana pudieron sostener el imperio. El libro hace de la historia el escenario de la libertad humana en su lucha entre el bien y el mal; el suceso importante no es la caída del Imperio Romano ni nada de este mundo, sino la encarnación del Verbo.
Influencia de San Agustín
El Gran Humanista y polígrafo Juan Luis Vives le sedujo la vasta obra de La Ciudad de Dios, en cuyo autor admiraba la fecundísima estudiosidad, la exactitud de los conocimientos estructurados, la penetración y limpieza del pensamiento especulativo y la agudeza milagrosa del ingenio: “Fuit enim in viro illo studium uberrimum, cognitio sacrarum Scripturarum exactissima, judicium acre et extersum, ingenium ad miraculum acutum” (Epístola dedicatoria, Tomo V 1968)
Asociado por Erasmo a la nueva edición de las obras completas, que lleva su nombre en 1521 recibió Luis Vives el encargo de una revisión de los libros De Cicitate Dei, a los que adornó de notas. Ciertamente, para un humanista como Vives, La Ciudad de Dios se presta a mucho lucimiento, porque todo el mundo clásico con su literatura, su filosofía, su religión sus costumbres, sus mitos, desfila por la anchurosa obra, que ya había sido comentada por los dominicos ingleses Thomas de Valois y Nicolas Triveth, quienes a su vez utilizaron las notas de J. Passavanti y las Veritates Theologicae collectae ex Civitate Dei, de Francisco Marrones. En Resumen Luis Vives prestó un gran servicio a los estudiosos de la Ciudad de Dios. (Rivadeneyra, 1965)
“La Ciudad de Dios de San Agustín, es aun hoy en día el libro más profundos de la historia que el genio iluminado por los resplandores católicos ha presentado a los ojos atónitos de los hombres. (AA.VV: 1967 BAC. Pág. 435) Estas palabras nos aclaran los rasgos agustinianos del gran orador y parlamentario español del siglo XIX, Donoso, que vivió larga y amorosamente inclinado sobre las páginas de La Ciudad de Dios. San Agustín es para él el más bello de los ingenios y el más grande de los Doctores, hombre en quien tomó carne el espíritu de la Iglesia, el Santo perdido de amor e inundado de las ondas fortificantes de la gracia.
La visión de las dos ciudades ilumina las páginas más bellas de Donoso: “Aquí se levanta la ciudad divina y enfrente la ciudad del mundo; en una se rinde el culto a la libertad, y en la otra, a la Providencia, y la libertad y la Providencia, Dios y el hombre, vuelven a reñir aquel gigantesco combate, cuyas vicisitudes son el asunto de la historia. (AA.VV, 1967 B.A.C. pág. 437)
San Agustín es el creador de la Ciudad de Dios: he aquí un rasgo inconfundible de su genio. El fue profundo y original en el modo de abrazar la historia, ordenándola en un plan único, modelado por el pensamiento de Dios, no solo ha sido una gran contemplación de la historia, sino también un modelo de organización de la sociedad. Después del Antiguo Testamento y Nuevo testamento (Biblia), difícilmente se podrá hallar un libro cuyo influjo en el desarrollo del Occidente haya sido mayor que el de la Ciudad de Dios. Él formó parte de la educación de los hombres de Estado y de los pensadores de la Edad Media después de Carlomagno hasta Dante (Una de las máximas figuras de la literatura universal) Ningún teólogo de la antigüedad fue estudiada la iglesia con más penetración, es un libro enciclopédico, un libro floresta pues contiene una teología, una filosofía de la Historia y una moral, la visión medieval de la Historia esta determinada por la Ciudad de Dios.
Ya va siendo un tópico llamar a San Agustín Hombre Moderno, el motivo principal sin duda es el influjo de San Agustín en el nacimiento, de la modernidad, entendiendo por ésta el complejo cultural que se inicio en las postrimerías del siglo XX y llega hasta nosotros. Aquel movimiento en su origen y desarrollo recibió el impulso de tres factores: El renacentista o literario, el filosófico y el religioso.
Estilo Literario
Escritor tan fecundo y extraordinario como San Agustín, debía tener un estilo, un instrumento de expresión, adecuado a su sensibilidad de artista, a la riqueza de la cultura clásica, al fuego interno de su contemplación y experiencia religiosa él lucio en el mundo antiguo con el título más honroso: el de maestro de elocuencia La Ciudad de Dios, San Agustín ha pulido más la forma literaria. El público a quien iba dirigida la gran apología del Cristianismo, es decir, los paganos instruidos, aconsejaban el uso de este artificio, pues el autor era demasiado apóstol para no convertir en arma ofensiva y defensiva uno de los recursos más poderosos que dispone el hombre: el arte de la palabra, Marcelino le pedía que respondiese a las objeciones de los paganos contra el misterio de la Encarnación y de la Iglesia, atendiendo a este requerimiento, mejor que en los otros libros, guardó en la Ciudad de Dios las reglas de la composición numerosa, y las cadencias usadas por Cicerón y los mejores prosistas Romanos. Capanaga, (en San Agustín 1977)
Siempre con la mira puesta en que la verdad cristiana resplandezca, acaricie y atraiga, abundan las cláusulas rimadas, porque en aquél tiempo, acostumbrados los paganos a las declamaciones armoniosas, preferían a los silogismos una rima, o un juego de palabras, o una antítesis, o una linda comparación, o un verso de Virgilio, traído a tiempo, y ellos decidían las victorias, como eficaces instrumentos de persuasión
Estructura General de la Obra
La Ciudad de Dios es un gigantesco drama en veintidós libros, síntesis de la historia universal y divina, se divide en dos partes: una negativa de carácter polémico contra los paganos (libros del I.-X), Subdividida, a su vez, en dos secciones: los dioses no aseguran a sus adoradores los bienes materiales (I-V); menos todavía le aseguran la prosperidad espiritual (VI-X); la otra positiva, que suministra la explicación cristiana de la historia (libros del XI-XXII), subdividida asimismo en tres secciones: origen de la Ciudad de Dios, de la creación del mundo al pecado original. (San Agustín, 1997)
La primera parte, algo así como atrio grandioso, tiene diez libros que son la más íntegra refutación del mito romano y de la mitología pagana; los cinco primeros libros son una requisitoria de la historia de Roma, para demostrar que los dioses no asegurar ni siguiera la dicha en el mundo presente; los otros cinco, una requisitoria del paganismo, tanto el popular como el filosófico, para demostrar que éste no asegura la felicidad ni en el mundo venidero. Con la segunda parte, que comprende doce libros, entra en el corazón del argumento, esto es, en la historia de las dos ciudades adversarias, la ciudad terrestre y la ciudad celeste, y está dividida, a su vez, en tres partes de cuatro libros cada una: la primera (XI-XIV) relata el origen de las dos ciudades; la segunda (XV-XVIII), su curso a través de los siglos; la tercera (XIX-XXII), su diferente fin: la terrestre o diabólica, en el infierno; la celeste o divina en el Cielo.
Comienza, pues la Historia: “Fecerunt civitates duas amores duo: terrenam scilicet amor sui usque ad contemptum Dei, caelestem vero amor Dei usque ad contemptum sui” A.A. VV. (en San Agustín, 1967 De Civ. Dei XIV, 1: PL 41, 436)
La idea central es la contraposición de estas dos ciudades, dos amores hicieron a las dos ciudades. Esto es: a la terrena, el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios; a la celestial, el amor a Dios hasta el desprecio de sí mismo, además; aquélla se gloría en sí misma; está en Dios; aquélla busca la gloria de los hombres; para ésta es la mayor gloria Dios, testigo de la conciencia. La primera es para los buenos, y al mismo tiempo la congregación de los elegidos, de los que alcanzaron a Cristo y de los que se unieron a Él; la segunda es la de los malvados y, juntamente, la sociedad de los no justos- La primera no es propiamente la Iglesia, pero quizá se confunda con ella; la otra no es el Estado, pero a menudo coincide con él.
La Ciudad de Dios está fundada sobre el amor: la Ciudad del Diablo, sobre el odio, porque no sabe elevarse ni aun a la perfecta justicia humana. Para los que pertenece a la primera este mundo no es si no-mesón despreciable, pues la verdadera vida, esto es, la felicidad, empieza después de la muerte; para los ciudadanos de la segunda, este mundo es la felicidad verdadera, y en él cifran todo el amor de que son capaces; pero para los tales comenzará, después de la muerte, la segunda muerte.
Los malos serán, hasta el fin de los siglos indestructibles, pero vencidos y secuestrados con eternos castigo; Dios es uno solo y perennemente victorioso. La lucha entre los ángeles buenos y los malos; pero esta división no es creada por Dios, sino consecuencia del don divino y peligroso, que Él hizo a sus criaturas, de la libertad. Los hombres, desde Adán y Eva hasta hoy, han escogido libremente, y los que eligieron el mal son los enemigos naturales y perpetuos de los que escogieron el bien En la vida presente viven juntos, mezclados unos con otros; con el juicio, para la vida futura, serán divididos eternamente.
El gigantesco drama teándrico se puede dividir, como la antigua tragedia, en cinco actos. En el primero, Dios crea al hombre (Adán) semejante a Sí. En el segundo, el hombre quiere ser (igual) a Dios y llega a ser (menos) que el hombre (caída). En el tercero, Dios le enseña por medio de la ley, cómo puede tornar a ser hombre, es decir volver o regresar a ser hombre; pero el hombre no sabe ni llegar a la equidad y se embrutece. En el cuarto, Dios (Cristo) le invita volverse Santo, esto es, semejante a Dios. En el quinto, una parte de los hombres ahuyenta la tentación de Satán, cede a la tentación de Cristo y vivirá eternamente en la felicidad (Ciudad de Dios). Los otros resisten a la invitación de Cristo y son cada vez menos semejantes a Dios, siempre menos hombres, es decir, más bestias y vivirán en el tormento eterno (Ciudad del Diablo). Creación, Caída, Revelación, Encarnación, Resurrección.
Mientras están en la tierra las dos ciudades pueden cambiarse los ciudadanos: un habitan de la ciudad celestial puede pasar, por apostasía, es decir negar la fe cristiana, a la ciudad terrenal, y un esclavo de la ciudad terrestre puede trasladarse, por conversión, a la ciudad celeste. Después de la muerte el destino de cada cual está marcado y no es posible trueque alguno. Esto, con palabras diferentes, es el esquema ideal de la obra agustina. La antigua civilización está fundada sobre separaciones de castas y de razas; la civilización nueva, cristiana, no conoce más que justos y no justos, elegidos y condenados a las penas eternas, siervos de Cristo y siervos de Satán. La Ciudad de Dios es la inscripción sepulcral del cadáver grecolatino y la partida de nacimiento de la Cristiandad
San Agustín ha creado el concepto de humanidad como sociedad compuesta de muertos más que de vivos, que comprende el futuro, además del pasado, y que está unida no con bloques materiales sino con trabajos espirituales. Este concepto, usado y desarrollado por Comte, dará como resultado, por ceguedad positivista, una divinidad permanente y terrena que debe sustituir a la trascendental; pero Comte, consiente de su deber, hará sitio a la Ciudad de Dios.
Dondequiera que se examine, el pensamiento agustino es teocéntrico. Harta la Historia humana, que parecía guiada por el azar, por los climas, por las pasiones del hombre, por sus necesidades, se revela como lo demuestra San Agustín sobre la aceptación o sobre la repudiación de Dios. Y las vicisitudes humanas, que nos parecen las más importantes del universo, y de las que insensatamente nos jactamos, no son más que un episodio breve y sangriento que se intercala entre la creación del nuevo cielo de los resucitados.
Los hombres tienen un fin temporal y eterno, pero ambos se funden en una sola y dulce palabra: paz. San Agustín dedica a la paz páginas entera. Todas las cosas aspiran a la paz, y ésta es la tranquilidad del orden, en el libro XIX capítulo 13, de la Ciudad de Dios habla ampliamente sobre la paz.
El anhelo y tendencia universal a la paz se puede considerar como el más hondo substrato de la historia, lo mismo en la Ciudad de Dios que en la terrena. La paz con Dios, con los hombres entre sí, la paz doméstica, la paz ciudadana, la paz de todas las cosas, es celebrada por San Agustín con entusiasmo. San Agustín ve el porvenir de la humanidad, no a la luz de la razón que tantea, sino de una fe en plena posesión de lo que busca; por eso mientras que los demás historiadores de su tiempo, sin prever el fin de la barbarie, se resignan a la ley bruta de la materia que todo lo disuelve, San Agustín se eleva a la ley psicológica, que hace inmortal al espíritu y, traspasando el valle de lágrimas, se encumbra y contempla la glorificación de la humanidad redimida en la Ciudad de Dios.
Con lo dicho se resumen algunos aspectos fundamentales de la grande obra de San Agustín, pero no quisiera inducir a los lectores a un error haciéndoles creer que con lo expuesto basta para conocerla. La Ciudad de Dios es inagotable vivero de intuiciones e ideas filosóficas, teológicas, históricas, críticas, religiosas etc.
La obra educativa de San Agustín es tan grande que abarcaría miles de páginas sus libros por lo que resumo en uno de sus pensamientos lo que significa para mí el concepto de educación.
“SE PUEDE DECIR QUE ME ENSEÑA ALGO, AQUEL QUE PONE ANTE MIS OJOS, O ANTE ALGUNO DE LOS SENTIDOS DE MI CUERPO, E INCLUSO ANTE MI ALMA MISMA, AQUELLO QUE DESEO CONOCER. LAS PALABRAS NO SON MÁS QUE EL PREVIO CONOCIMIENTO DE LAS COSAS, PERO QUIEN SÓLO OYE PALABRAS, NI AUN ÉSTAS PODRÁ COMPRENDER”
(LIBRO DEL MAGISTRO)
Suscríbete y recibe completamente gratis el Capitulo 1 del Libro «LISTA DE EMOCIONES «
Deja una respuesta